HAMBRE

Este post ha sido inspirado por uno de los ‘juegos viajeros’ del libro ‘Turista lo serás tu’, concretamente por Mac Caviar.

La consigna era ‘conocer a través de la gastronomía un país… en el que no estás’. La modalidad sugerida era la de ir a comer a un restaurante étnico y probar las delicias locales para viajar a través de los sabores.

Me tomé la libertad de revolucionarlo un poco, pues a veces me dejo guiar más por lo que escriben mis manos que lo que dictan las ‘reglas’. Disfruté mucho escribiéndolo… gracias Pablo e Itziar!

BEIRUT

El primer bocado le supo a Beirut. Al dulce sonido de su manera de hablar y al fresco sabor del té de menta. Beirut, tan querida por el sol, el mismo sol que cada día besa las heridas de guerra, bien visibles, de sus edificios y las otras, alguna cicatrizada y otras aún invisible, de sus habitantes.

El segundo bocado le recordó a Jasmina, a la elegancia de su manera de llevar el hijab y a la inocencia con la que cantaba los éxitos de Najwa Karam mientras el humo del narguileh escondía las mejillas que ardían de juventud y pasión.

Había sido feliz en Beirut, oliendo los jazmines de sus calles, paseando por Hamra, siempre guiada por el canto del muecín y acompañada por las olas del mediterráneo que bañan aquel  cruce de meridiano y paralelo donde oriente y occidente se vuelven uno.
El tercer bocado ya no sabía a humus. Sabía a fatteh, a tabulleh, a halloumi, a kofta, a baba ganuch, a manakish y a Libano.
Todavía tenía hambre. Hambre de mundo. Casi movida por una fuerza invisible, invisible y golosa, se dirigió hacia el cuenco de porcelana blanca que escondía un trocito de Perú.

LIMA

Lo primero que notó fue el agrio sabor de limón, luego el toque dulce del pimiento rojo y el aroma del cilantro, finalmente se dejó hechizar por aquel lenguado que bien podría haber sido pescado por Luis en su barquita roja que desafiaba las olas de Punta Hermosa.
Aquel ceviche estaba delicioso. De repente la transportó hasta las mesas de aquella tasca de la plaza San Martín, hasta las calles adoquinadas de Arequipa, hasta la mirada cansada pero digna de las mujeres quechua. 9 millones de habitantes vivían en Lima y 9 millones de pensamientos vivían en su cabeza.
Aquel ceviche fue un reencuentro. Fue un reencuentro con Lima. Fue un rencuentro con los contrastes: el limón y el pimiento, las oportunidades del centro y los desafíos de los suburbios, recuerdos coloniales y esperanzas futuras, ella hoy y ella entonces.
Aquel ceviche fue un regalo. Fue volver a revivir las bohemias noches de Barranco, los tragos de pisco sour riendo con desconocidos que parecía conocer de siempre, sus manos que escribían en un diario blanco y negro sentada en la Plaza de Armas. Y luego fue revivir un viaje con muchos soles en el cielo y pocos soles en la cartera, fue revivir los 400 metros de altura del cerro San Cristóbal con Lima bajo los pies y dentro el corazón.

TOKIO

Olvidado el humus y saboreado el ceviche tuvo ganas de Asia y así se dejó poseer por aquel bocadito, tan pequeño como delicioso, de nigiri.Y su lengua, mente y corazón viajaron hasta Tokio, hasta Asakusa. Todo rodeaba el majestuoso templo Senso-ji, con su linterna enorme, con miles de amuletos de la suerte, con los novios y los ritos shintoistas, con las chicas en uniforme de la escuela y otras con los tradicionales kimonos. Todo rodeaba el majestuoso templo Senso-ji, también aquel pequeño izakaya regentado por Riuko. Riuko, una vida de trabajo, pocas sonrisas, muchas arrugas y dos manos disimuladamente delicadas con las que preparaba el mejor ramen del barrio. De la capital. Del mundo entero. Cuando llegaba el plato humeante a sus manos le parecía entrar en trance, en otro mundo, un mundo de sabor a especias, de sabor a antiguo, de sabor a magia.
El nigiri ya se había acabado pero la memoria no, la memoria corría más rápida que el tiempo, que el espacio y que el recuerdo. Se acordó de los takoyakis de Osaka, del okonomiaki de Hiroshima, de aquellos yakitori devorados bajo la nieve de Sapporo, de la ternera de Hida de Takayama, de la de Kobe y del pescado de Okinawa.
Todavía tenía hambre. Hambre de mundo. Hambre de Beirut, de Lima, de Tokio. Hambre de tener hambre.
Fue así que, con la barriga llena y la felicidad en la punta de los dedos, se tomó el postre más dulce que había comido: reservó un billete de solo ida al próximo destino, cual era no importaba, lo que importaba era que ella seguía hambrienta de vida.

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